Un mal día se me ocurrió
aercarme al espigón
que se adentraba en el mar.
Se esperaba una tormenta,
y la quise contemplar.
Y con gran precaución
me coloqué detrás
del muro de contención.
No tardaron en cruzar
lenguas de fuego los cielos,
seguidas de un gran concierto
de escalofriantes truenos.
¡ Abrieron sus vientres las nubes !
¡ Arrojaron a raudales,
enormes cantidades de agua
con un viento huracanado
que arrasaba lo que encontraba !
Olas de más de seis metros
cubrían el espigón
reventando con gran fuerza
en los muros de contención.
Las olas iban creciendo
en fuerza y mayor altura.
Me quedé paralizado
viendo como sin conciencia
esta mar embrabecida
levantaba grandes rocas,
y convertía en astillas
todas las embarcaciones
ancladas en la bahía,
esparciendo sus despojos
por la castigada orilla.
¡ Me entró el pánico !
Maldecí mi ocurriencia
de querer contemplar
la inmensa fuerza del mar.
Me quedé quieto, aturdido,
sin saber reaccionar.
Alguien me cogió del hombro.
Cuando más perdido estaba,
empezó a tirar de mí.
Llevaba una cuerda atada.
Cuando llegamos al faro,
el hombre se puso a decir:
"¿ Qué te pasa, estás loco ?
¿Qué puñetas haces aquí
en una tormenta así?
¿ Es que no la viste venir ?
Si no te llego a ver desde el faro,
hubieras podido morir.
¡ Y por salir a por ti
casi me arrastras a mí ! "
¡ Perdóneme, buen hombre !
Fue una imprudencia mía.
Le estoy muy agradecido,
y así será mientras viva.
Desde entonces yo le tengo
gran respeto y miedo al mar,
y no creo que se altere
por mi presencia... Jamás...
Xilxes, Julio del 2007.
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